A Milagros o la revolución, que es lo mismo:

En mis manos aún quedan rezagos de la tierna humedad que anoche condensaste para mí. No he querido desprenderme de ella, y he esperado incansablemente (evocando tal vez a la vieja y utópica tejedora que esperaba a su marido volver de la guerra) que estas sensaciones inexorables, que este aroma divino, que estos encuentros clandestinos –pero libres–, sean perennizados en mi piel: intenté -fútilmente- que mis manos se integren a tu humedad. 

Si he caminado como un ciego por los senderos de ese espacio liberado, dirigido sólo por tus manos, ha sido exclusivamente para recordar –recordar es un derecho humano, Mili– esa incierta noche en la que un hombre le proponía a una mujer (mentira, fue ella la quién le dio el consentimiento para que él proponga) la unión de existencias, la salvación mutua, la perdición infinita, las tumbas de la gloria.

Y ahora, desde este lugar incómodo de la vida, soportando un aciago ardor de garganta, una preocupación por el incierto futuro, con ganas de asesinar al monstruo, sintiéndome en armonía y con fuerzas para no permitir que silencien la emoción… escribo estas frases, que a modo de reflexión, no son más que un intento resumido por expresar esto que explota dentro de mí.

En fin (que en nosotros se manifiesta como el inicio), existir de tu mano se vuelve una necesidad, contemplar -para saborear suavemente- el sonido del aroma que se desprende de tu izquierdo, un deber… 

Tu voz, el cigarrillo, ese vestido que mostraste y que no pude arrancarte, el recuerdo de una discusión en la que terminé desenmascarando mis miserias, el tiempo que todo lo cura, tus verdades, mis incertidumbres, tus lamentos por situaciones de eras anteriores, mi estúpida pasividad ante estos tiempos sombríos, mi revolución de cristal, tu desnudez en soledad.

Esa pequeña y dolorosa marca que renombra mi furia, esta humedad que no se funde a mis manos. Estos Pétalos de sal que me embriagan: giros sobre la ciudad contigo: ausencias maldecidas: un camino extraño que recorremos: silenciando el silencio: aparcando sentimientos: descubriendo sensaciones: fundiéndonos en una espiral interminable de dios, de amor.

Que esto no se perennice en la ficción, ni en la realidad; en mis incredulidades, ni en tus sonrisas, ni si quiera que lo haga en la eternidad… porque para seres autistas como nosotros, para los que lo único importante es confundirse en el cuerpo y el sentimiento del otro, eso, que es todo lo demás, no importa ya.



Repugnancias, malestares y otros dilemas…

todo lo que me dio asco se quedó dentro de mí para siempre y no supe expulsarlo...

De pronto te levantas y sientes asco, no por el desordenado lugar, no por los estragos de una amanecida medianamente etílica, tampoco es el agudo bullicio que invade la habitación: no. La repugnancia es más antigua, no ha nacido esta mañana, ni por estos tiempos, te acompaña desde hace mucho y ya se ha hecho parte de ti: de vez en cuando la escondes, la camuflas bien, pintada con una ilusión o encubierta con un pensamiento… pero cuando estas ilusiones se derriten y tus caducos pensamientos se esfuman, vuelve a aparecer: fría y salvaje, inmensa y angustiante.

Esta repugnancia es ancestral: te acompaña hace mucho. Te levantas, te diriges al baño sorteando los discos escuchados, los libros a medio leer, la ropa sucia o limpia que reposa en el piso del cuarto. En el baño, te miras al espejo y no te reconoces: esa cara no te pertenece, esa marca en tu rostro, ese color de piel, esa mirada es de otro, de otro tipo. Se agudizan las divagaciones con las que despertaste. Humedeces tu cuerpo, filtras los líquidos, recubres tu piel.

Miras el reloj y te percatas que el tiempo de tu encuentro ya se ha vencido. Miras por la ventana y la garua flota en el ambiente; por el pasillo, la luz se va degradando hasta volverse oscuridad. Llamas a alguien, y nadie responde, nuevamente se han ido y una pequeña nota remarca su ausencia: “Regresaremos”.

La afonía del espacio te recuerda aquella noche en que la infinita y fría soledad te permitían escuchar el silencio: sí, hombre infrecuente, el silencio también tiene sonido. Revives el momento: una brisa que hace temblar, oscuridad iluminada, persistencia de algo que no entiendes.

Enciendes un cigarrillo y, aspirando el amargo sabor que producen estos filtros baratos, aparecen las siempre inoportunas nauseas. Lentamente, tu respiración se agita y se inicia un extraño desazón en el estómago que se eleva poco a poco. Tratas de controlarte pero es imposible, huyes hacia el baño y mientras depositas aquello que tu cuerpo rechaza, mientras sientes repugnancia frente a este malestar físico, recuerdas el asco con el que hace poco te levantaste.

Caminas en busca de agua, en el camino divisas el cigarrillo mancillado en el suelo. Tratas de apagarlo para fumarlo después, pero recuerdas la antigua enseñanza de que un cigarrillo encendido se fuma o se arroja. Lo desechas.

Sacias tu sed y la amargura del vómito se confunde con el líquido. La repugnancia vuelve a tu mente. Qué es este asco que sientes… a qué se debe, cuándo se inició… ¿repugnancia? a qué… por qué…

No lo entiendes, no… pero tampoco quieres entender…

Razonamiento


Aleberto Montt

Dosis diarias

Sobre el “progreso” o como nos apoderamos, con arrogancia, de todo…


“Al principio, habiendo todo y habiendo nada, era inevitable crear algo, que sin llegar a serlo todo, fuera necesariamente nada…. Entonces se creó al hombre…”

Adaptación de Los encantos de la culpa, Pedro Calderón de la Barca.


Sobre los floridos campos, donde el rey de las flores confundía los aromas; dentro de las cuevas más profundas, en plena lucha de estalactitas contra estalagmitas; por el azul de cielo, que aves bonitas han coloreado desde siempre.

Dentro del lago más profundo, donde el “monstruo” del lago Ness esperó a la ballena que se tragó a Jonás; en la cima del monte más elevado, en el agujero del volcán más ardiente, en los nidos más insólitos...

A todos lados llegaremos, no importan distancias, fronteras o sentimientos. Nada nos es imposible: si no tenemos algo, lo fabricamos. Si algo se resiste a servirnos, lo inutilizamos. Cuando falte agua, la crearemos. Cuando el sol se derrita, un satélite lo suplantará. Si el oxígeno escasea, produciremos masivamente compuestos químicos que suplanten este elemento. Nada nos detendrán… en última instancia: sobrevivimos, siempre sobrevivimos.

Y usaremos el arcoíris como pisapapeles, los batallones de abejas chiquitas serán nuestros empleados más eficaces, cazaremos todas las flores para que mantengan nuestra juventud. Cogeremos todo y no daremos nada a cambio: nuestros niños serán el mejor anzuelo para las raras especies; los ríos, el depósito de lo inservible; los desiertos, el lugar preciso para probar nuestras armas. La tierra, este lugar al que extrañamente nuestros antepasados rindieron culto, es hoy nuestro imperio.

Pero esto es solo el comienzo. Nuestro progreso, el progreso de todos, nos llevará al universo entero, conquistaremos los demás planetas y la Tierra será el modelo de vida interestelar. Nada se interpondrá entre nosotros y el desarrollo. El futuro es nuestro, solo nuestro.

¿Te nos unes?

A dónde habrá ido a parar todo...



En el comienzo, por el mismo lugar donde sale diariamente dios, no había nada. Nada que importe. Al atardecer, rítmicamente acompañábamos las sombras de nuestros muertos: un húmero convertido en flauta, un quijada sonora, ojos cristalizados que vibraban bien.

Por ese entonces las miradas aún no se evaporaban, no conocíamos los impares y solo contábamos de dos en dos. Los espejos aún no se inventaban, las voces no se negociaban… por esto mismo, todavía se mantenía la buena costumbre de respetar la soledad de cada uno, sobretodo cuando se le veía a alguien sentado solo, nadie se le acercaba: conversaba con su muerte.

Todavía cantábamos, nuestra sangre era fría. De las manos, todavía no se borraban los destinos. Decíamos hermanos y nuestras frases, nuestros utensilios, los mantos usados, el alfabeto aprendido y las melodías entonadas… aún no se vendían.
Recuerdo que solíamos juntarnos bajo la llovizna gris, frente a Dios para darnos calor, bebíamos agua y bastaba para calmar nuestro vientre. Presentábamos a nuestros hijos ante la madre mayor, que en la altura reina la noche. Andábamos desnudos, con las miserias expuestas a todos…

Retratábamos la vida en vasijas de barro, llorábamos la partida de algo, fornicábamos sin preocuparnos por la descendencia, no nos enfermábamos más que de olores. Si se rompía algo, dios lo reparaba. Si alguien desaparecía, alguien lo reemplazaba.
Esos tiempos eran armonía pura, simplicidad compleja.

Qué pasó con ellos…


A dónde habrá ido a parar todo…