LA FUNCIÓN ETERNA

El escenario está vacío. Las luces, apagadas. Se escuchan algunas melodías de Einaudi que –durante el transcurso del silencio y antes de que se hable– irán incrementando su volumen. Aparece el hombre en escena. La luz cenital va encendiéndose sobre él, con suavidad, con miedo: tiene los ojos cerrados y su rostro revela cierta cicatriz melancólica que el maquillaje no ha podido disimular. Trae un pantalón que más tarde se destrozará, unos zapatos negros perfectamente lustrados y unas manos cansadas, de un rojo obsceno. Tiene el dorso desnudo. Todos lo miramos con reprobación, con asco, con lujuria. A algunos, el estrépito de la música (para este momento ya debe sonar en toda su magnitud) empieza a incomodar a algunos. El hombre abre los ojos, camina hacia los espectadores. La música termina y con tono solemne, casi indiferente, dice hubo un tiempo que fue hermoso y fui libre de verdad, al finalizar la frase desliza una sonrisa irónica de la que aún muchos años después se seguirá hablando. En ese momento nadie entenderá el gesto, después tampoco. Repite nuevamente la frase, vuelve a cerrar los ojos. La función ha empezado. Nunca acabará.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya no habrán aplausos

Josie dijo...

20.09 micumpleaños.