VACACIONES PERMANENTES: EL ANCESTRAL DESEO POR VIVIR RÁPIDO Y MORIR JOVEN

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Calles desérticas, casas sucias y destruidas, en ruinas. Personas enmarcadas por la rutina en que viven, pordioseros que cantan a viva voz, locos burlándose de los cuerdos, música interpretada por mendigos. Una vaga esperanza por vivir. Jazz, desenfreno e incertidumbre. Vivir sin ataduras, sin trabajo, casa, impuestos o familia. Deambular por todo y por nada, sobrevivir cómo se pueda, sin represiones: ostentando la libertad en toda su grandeza.

Vacaciones permanentes (1980), la ópera prima Jim Jarsmusch, aborda parte de la vida en New York de Aloysious Christopher Parker, un joven desencantado de la vida oficial, la cotidiana, cuyas expectativas más insignes radican en “no ser de esos que se atan a algo o alguien” y llamar a su hijo –si es que alguna vez tiene uno– Charlie Christopher Parker (como Charlie Parker, Yardbird, el jazzista).

Ambientada probablemente en el New York de los años sesenta, Jarsmusch representa con esta película el inestable deseo (ansioso, casi desesperado) de una generación que no quiere ser parte del sistema oficial, que no pretende comprometerse con algo o alguien y que por ello busca vivir de manera alternativa, contraoficial: sin trabajo, sin normas, escuchando sólo jazz y errando por las calles.

Pero las ganas de vivir en desenfreno, relacionándose fríamente con sus semejantes y existiendo en una burbuja de incertidumbre e incredulidad son entendidas si uno observa el escenario en que esta generación de hombres, significada en Allie Parker, se desarrolla.

La cámara muestra un New York en decadencia, suburbial, caminos sucios y personas insensibles que pasean de casa al trabajo, del trabajo casa. Las calles se adornan con pintas, basura y mendigos que curiosamente cantan romanzas y narran historias de músicos empobrecidos. Todo este ambiente sombrío enmarcado por los grandes edificios y rascacielos que se elevan sobre la ciudad, tan indiferentes (como las personas que allí perviven) a la miseria humana que ronda bajo sus pies.

¿Quién podría vivir apaciblemente en este brutal entorno?, ¿sobreviviría alguien siendo amable?, ¿qué ganas de compromiso pueden nacer en un espacio donde la existencia es tan dificultosa?

Un hombre loco habla de Vietnam y promete empezar a caminar, el padre ha huido y la madre, presa en el manicomio, invoca carcajadas tétricas. El jazzista nocturno entona bellas melodías para nadie; un joven parisiense, recién llegado, mantiene las esperanzas de que New York sea su Babilonia.

En un lugar donde la vida es tan devastadora, Allie Parker no se compromete con nada y se declara un tipo sin ataduras, pero esta declaración no es más que una escapatoria: en verdad está huyendo de este monstruo rutinario, de esa decadente sociedad que se cae por pedazos, donde los artistas son los mendigos y donde no encuentra un lugar apropiado, su lugar.

Entonces su proclamada libertad deviene en una posición hipócrita del no alineado, de aquel que “trasciende” al sistema: no le afecta, no le importa, no se complica, huye en una pose tristemente farsante a la que llama libertad.

Y esta huida no es más que un vivir rápido, apuradamente, sin tiempo para contemplar escenas, poemas o flores; sin tiempo para saborear cuerpos, amores o sueños. Esperar lo menos posibles a la parca, adelantar la muerte: morir joven, en la plenitud del cuerpo, de la mente; para así, librarse de una vez por todas de esto a lo que otros, “esos rutinarios que se atan”, llaman vida.

Ser recordado

"...los hombres sin historia son la historia:
Grano a grano se forman largas playas,
y luego viene el viento y las revuelve
borrando las pisadas y los nombres..."

Sin hijo, sin árbol, sin libro S.R.D.


- A ti te agradaría ser recordado en el futuro.
- Sí... me gustaría mucho que los que vendrán después puedan recordar mi nombre, lo que hicimos o algo con lo que soñábamos.
- Lo más probable es que seas uno de los primeros que ellos olviden.
- Sí, lo sé... aún con todo, me agradaría que no se olviden de nosotros.

Revaloración póstuma de los cuerpos caídos

Ellos contemplan silenciosamente el cuerpo inmóvil que yace junto al fuego, la sangre que hasta hace un momento no paraba de fluir, se ha coagulado en la tierra. Desde lejos, se oye un fuerte trueno que interrumpe la escena, el más pequeño de todos –que jugaba escarbando la tierra– asustado por el estruendo, rompe a llorar: el viento ingresa violentamente en la cueva e intenta apagar la fogata que los alumbra y los calienta.

Inmediatamente, uno de ellos coloca en el fuego ramas y hojas secas con la intención de perennizarlo; al mismo tiempo, la única hembra del grupo proporciona al pequeño uno de sus pechos, para que mame de este y así se calme. Aún esperan a la otra parte de la banda con la que salieron a cazar.

Repentinamente, uno de ellos, tomando una de las piedras afiladas con las que realiza sus labores diariamente y continuando el juego del pequeño, excava sobre la tierra. Los otros, sin entender qué hace, lo observan extrañados, pero basta que él los mire, que señale el cuerpo de su compañero muerto y que indique con un gesto grotesco hacia afuera de la cueva, para que entiendan: empiezan a cavar también.
Y sin imaginarse lo que están iniciando con esta faena, sin entender muy bien este dolor por la ausencia que ahora los posee, siendo inconscientes de las repercusiones que han de legar a sus descendientes, y tan solo por la necesidad de que al cuerpo de este compañero ausente -que ya no se mueve como ellos, que ya no comparte con ellos-, no se lo coman las fieras, no lo desfigure el tiempo… deciden enterrarlo.

* * * * * *

El inicio de la tarde se caracterizó por la aparición de un sol incandescente al que no estábamos acostumbrados. Ya desde el vehículo (un viejo Mustang que parecía desmantelarse mientras subía y en el que apenas entrábamos), en donde nos acercamos de la carretera central a las faldas del cerro, se sentía el intenso calor que caracterizó el ambiente. Cuando, hartos de tanta sofocación, decidimos preguntarle a una señora que visitaba a su hijo, sobre el clima del lugar, ella nos respondió: “…es que hace más calor porque estamos más cerca al sol: hijo, aquí estamos más cerca al cielo…”.

Esa afirmación no parecía fuera de lugar si teníamos en cuenta la apartada zona en la que nos encontrábamos: a nuestro alrededor, todo era cerros, cielo y tumbas. Las personas parecían ser simples adornos adicionales del paisaje natural, pequeñas hormigas que recorren los caminos impacientemente en busca de algo, de alguien. ¿Qué es aquello que buscan estas personas?, ¿qué las motiva a seguir caminando –con una ramo de flores y una botella de agua– bajo el inclemente sol?, ¿qué hay aquí que los hace volver siempre?

Recuerdo. Muerte. Alegría. Ofrendas. Ausencia. Dolor. Fiesta. Música. Rezos. Nostalgia. Añoranza. Costumbre. Vida.

El cementerio “Paz y Libertad” cuenta con más de medio siglo de fundación (de los cuales lleva aproximadamente 20 años oficializado), creado al mismo tiempo que el distrito de Comas (1954), es el santuario más multitudinario del cono norte limeño. No posee una autorización sanitaria, ni mucho menos, una licencia de habilitación. Se encuentra ubicado muy cerca a la comunidad “La balanza”, a inicios de un cerro, donde todo está en pendiente, lo que facilita que desde su ingreso se pueda apreciar la extensión total de la necrópolis.

Si hay algo que caracterice a este lugar es la soledad; el silencio filtrándose a través de las tumbas, los insectos revoloteando sobre las flores marchitas, el polvo que lo mancilla todo, las rocas erosionadas implacablemente a través del tiempo, son los mejores testigos de lo que aquí sucede diariamente: tumbas tristemente olvidadas, cruces rotas por el juego de los niños, preservativos usados que delatan el uso nocturno de la zona, nichos exhumados, desaguaderos improvisados: Rastro humano.

Pero hoy será diferente, es primero de noviembre y la multitud se avecina sobre el cementerio con la intención de visitar a sus muertos, de rendirles un pequeño homenaje, de recordarlos. Todas las tumbas serán visitadas por alguien, desde las más lujosas (incluyen una limpieza periódica por el que sus dueños pagan mensualmente a los trabajadores del cementerio), hasta las más humildes (apenas enterradas y solo cercadas por piedras, que eventualmente serán movidas para cercar otras tumbas).

Hoy, día de todos los santos, nosotros, los vivos, les ofreceremos cánticos; pediremos en los rezos por el bienestar de la familia, por su salud, para que este año traiga más dinero y, por qué no, el ansiado amor. Prepararemos el plato favorito del difunto, con el fin de comerlo en su nombre; le ofrendaremos wawas, cerveza, habas; la música y el baile será a su nombre, de rato en rato haremos unas vivas por él, ella o ellos. Y cuando el licor someta a todos nuestros sentidos, cuando se alcance la inconsciencia, cuando las lágrimas del recuerdo terminen y el febril y largo regreso a casa sea la litúrgica manera de dar fin a nuestra jornada sacrosanta… el ritual habrá terminado.

Aquí todo se ofrece a buen precio: las flores (las ‘floreras’ –como las llamó una anciana que vendía velas– ganan más dinero que en cualquier otra jornada de trabajo), el agua con las que se las riega (en botellas de gaseosa que se devuelven a su vendedor), el pintado de piedras para las tumbas (chicos de apenas 9 años se pasean por el cementerio ofreciendo sus servicios), el alquiler de baños (a 50 céntimos: un inmenso zanjón que, luego de cada cierto tiempo, es rellenado con un poco de tierra del lugar).

Los huaynos son lo que las orquestas más tocan y lo que la gente más baila, los rezadores piden “una propinita” a cambio de un buen Padre Nuestro y un Credo bien pronunciado. Las vendedoras de golosinas se pasean con sus bebés en los hombros, los puestos de fritangas son abarrotados por la gente, alguien anuncia a viva voz que el plato de Pachamanca cuesta 10 soles, un vendedor de wawas discute con una señora sobre un vuelto no entregado. El negocio de la cerveza es el que más produce: sin importar que las 20 ó 25 cajas estén puestas sobre la tumba de algún fallecido, se compra y vende la cerveza y es que todos quieren beber con su muerto.

El sentido de la muerte va tomando nuevas consideraciones bajo este contexto, en esta cosmovisión particular sobre el culto rendido a los antepasados (serenatas folklóricas, bailes, comidas típicas y atípicas, ornamentación preciosista, comercio etílico, rezos, cánticos, etc.), se evidencian las características de las diferentes identidades populares, producto del sincretismo de una cultura milenaria (la andina), a la que se le han incorporado características propias de la modernidad (occidente).

Es así como se forma una nueva concepción en el imaginario colectivo. A este rito tradicional, autóctono, proveniente de una costumbre milenaria enraizada en el inconsciente colectivo de la población (ofrendas, cánticos, rezos), se le incorporan contenidos y formas de la modernidad (comercio, celebraciones, formas de organización). Retoma los elementos del pasado y los fusiona con los elementos del presente, generando una particular costumbre en el individuo.

Y es así como el individuo manifiesta en los diferentes rituales conmemorativos a sus muertos, la vitalidad de sus costumbres adquiridas. No importa que el camposanto carezca de autorización sanitaria o de una licencia de habilitación, no. A él solo le bastará que el cuerpo de su ser querido ocupe ese pedazo de tierra indomable, en ese caótico orden, a las espaldas del mundo. A él solo le bastará un ramo de flores, una wawa fresca, un trapo humedecido para limpiar la cruz empolvada y arreglar las piedras movidas para recordarlo, para evocar aquellos tiempos en que aún estaba a su lado, acompañándolo.

La ausencia hace mucho que dejó de ser dolor… hoy es alegría…

La tarde llega a su fin y la multitud ha empezado su descenso: largas hileras de personas que van bajando por todo el camino. El ambiente oscurece y a lo lejos se observan las velas encendidas en las tumbas: bellas luciérnagas que contrastan con la oscuridad del paisaje. Desde lo alto, la luna llena brilla en todo su esplendor como apoyando la jornada. Esta noche, cuando las almas salgan a compartir los alimentos, el licor, las músicas, todo el amor ofrecido, en este cementerio iluminado ya no habrá soledad.