“…No bien tuve la edad exigida para que el pensamiento se traduzca en algo más que soltar la baba y agitar los bracitos, me enteré de tres cosas lo bastante sucias como para no poderme lavar jamás de las mismas.
Aprendí que era pobre, que era homosexual y que me gustaba el arte. Lo primero, porque un buen día nos dijeron que no ‘se había podido conseguir nada para el almuerzo’. Lo segundo, porque también un buen día sentí que una oleada de rubor me cruzaba el rostro al descubrir palpitante bajo el pantalón el abultado sexo de uno de mis numerosos tíos. Lo tercero, porque igualmente un buen día escuché a una prima mía muy gorda que apretando convulsivamente una copa en su mano cantaba el brindis de Traviata […] Claro que no podía saber a tan corta edad que el saldo arrojado por estas tres gorgonas: miseria, hosexualismo y arte, eran la pavorosa nada…”
Virgilio Piñera, “La vida tal cual”
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PASEO COLÓN es un pequeño pero caudaloso río compuesto por el tráfico congestionado, los hombres apurados que empujan a quien se cruce en su camino, los controladores de micro que reclaman un centavo de más por “pasarles el dato”. Aquí se entremezclan los locutorios telefónicos al paso, con semáforos malogrados; las estatuas polvorientas y olvidadas, con transeúntes estresados por tanto bullicio de claxon, por tanta mala paga, por tanta vida mal vivida. Los vendedores ambulantes -con sus carretas al paso- ofrecen los banquetes más suculentos para el paladar limeño, academias en cada esquina, colectivos interprovinciales. Paseo colón es un río social que nace en la plaza Grau y que desemboca en la Plaza Bolognesi.
En este río humano se confunden todos, empresarios, escolares, mendigos, putas, estudiantes, ladrones y travestis. Aquí transitan hombres y mujeres bien vestidos junto a los indigentes que han hecho de esta calle su hogar; una pareja se besa apasionadamente, mientras un hombre de apariencias extrañas observa minuciosamente la cartera de la gorda señora que espera su colectivo. Una niña que vende caramelos en los carros, su mamá vende ‘canchita salada’ en la esquina siguiente; un par de jóvenes que fuman desesperadamente, un guardián que espanta a la niña de los caramelos; edificios vetustos, virreinales y republicanos, barrocos y clásicos; viejas casonas, árboles que se mueren de pie, smog vehicular, griterío humano, desborde, soledad.
La vendedora de comida en carreta (el menú de hoy –y el de siempre- consiste en ‘tripita frita con yuca’) se apura a lavar sus utensilios en una vieja tina de plástico, luego lanzará el agua sobre la pista, justo por donde un despistado transeúnte cruza la calle… el resultado será un intenso pleito que la comunidad entera vislumbrará atentamente y que sólo tendrá solución salomónica cuando un policía de tránsito, dejando sus labores de lado, se acerque hacia el tumulto para despejar a los curiosos que nos hemos atiborrado sobre las dos partes en disputa.
Pero, a pesar de lo llamativamente estrambótico de esta avenida, Paseo Colón es mucho más hermoso por las noches. Hermoso si se entiende lo bello como lo verdadero, como lo real. Y es que por las noches Paseo Colón se desenmascara, muestra su lado más sublime, que es el lado -contradictoriamente- más miserable que posee.
Entonces empiezan a figurar sus personajes más íntimos, aquellos que hacen del célebre lugar, uno temido por cuanto transeúnte precavido existe en la ciudad. Aparecen los terocaleros, los que te arrebatan el sencillo y de paso la vida, las putas baratas, los travestis escandalosos, aparecen los parias.
Parias, como Muñeca.
-¿Y qué más da? Si al fin y al cabo estamos jodidas, querido… O corremos por los tombos hijo´eputas que nos alcanzan para pedirnos plata o tirarnos a su gusto (ni siquiera pagan esas mierdas…), o nos jodemos entre nosotras mismas quitándonos los clientes.
La habitación es pequeña, sin televisión, sin baño propio, con insólitos huecos en el techo por donde las ratas se pasean todas las noches (al comienzo no le creí y pensé que eran exageraciones de transformista escandaloso, pero en medio de la conversa llegué a contar hasta doce apariciones de esos detestables roedores). La luz de algún poste se filtra a través de la ventana y alumbra su gruesa espalda, su ronca voz -hace mucho que ha dejado de emitir los disforzados sonidos que su trabajo requiere- produce ecos en la habitación semivacía.
-¿Desde cuándo lo haces?
-Hay querido… antes solía contar los días, las semanas, los meses que llevaba en esto… me parecía que así se acabaría más rápido… –se queda callada, parece que meditara sobre esos tiempos, esboza una leve sonrisa, irónica, desilusionada- pero luego una va entendiendo… una vez que entras aquí ya no tienes salida… es como un vicio, yo comencé diciendo “solo por un par de meses, hasta que mi situación se estabilice”…y mírame ahora, este va ser el quinto año ya.
Bebe lentamente, ha cogido con fineza –me pregunto dónde habrá aprendido ese y otros modales tan sofisticados que, a lo largo de la noche, me irá mostrando inconscientemente- una de las tantas botellas de cerveza que he comprado para pasar la noche, a petición suya.
El reloj marca la medianoche, observo detenidamente el aparato e instantáneamente lo meto al bolsillo por precaución. Es viernes y han empezado a salir. Uno de sus sitios favoritos es la esquina de las calles Chota y Paseo Colón; allí, frente a la vieja casona que se llamó hace muchos años Quinta Alania (hoy convertida en una ONG que brinda servicios académicos a quienes menos poseen), se posan.
Trajes coloridos, eróticamente bellos, provocadores, que incitan a imaginar la suavidad de la piel femenina, el tibio aroma que se desprendería de este. Faldas recortadas, exageradas telas sobre toscas espaldas y fornidas piernas, rostros mal afeitados, maquillaje estrafalario, blusas escotadas que muestran sostenes rellenados con esponja sobre pechos lisos. Ya han aparecido. Algunas son más ‘naturales’ que otras: con un dinero ahorrado pudieron implantarse senos o nalgas de látex; algunas otras son menos artificiales y solo tienen algodones por senos, una fuerte y elástica braga que esconde aquello que no quisieran tener, cabello largo aromatizado con fragancias de bajo costo; polvos, lápices y sombras de “a sol”.
Esta noche luce un vestido turquesa que contrasta con las mallas y sandalias negras que lleva puesta. Una cartera azul y pequeña, donde lleva solo lo necesario, protección: dinero, preservativos y una navaja.
-¿Alguna vez la has usado?
-No del todo… hace tiempo un viejo pendejo no quiso pagarme completo, me dio veinte no más… entonces yo lo amenacé con esta… se puso como loco al que le echan agua, lo hubieras visto… recién ahí me pagó completo… ¡el muy pendejo! Pero eso me pasó a mí por cojuda… recién comenzaba y no agarraba toda la maña, la vaina es pedir por adelantado, sino… después se hacen los vivos.
Se fue de casa a los quince años, solo y con su mochila al hombro: aún no acababa el colegio. Me cuenta que desde muy pequeño le gustaban los hombres: “yo nací así, querido –me dice con orgullo, como reafirmándose en su decisión sexual- me acuerdo que desde chibolo me gustaban los hombres, paraba agarrando con un primo mío, hasta que mi vieja se dio cuenta y me sacó la granputa ‘para que seas hombre’ me dijo…”. Desde siempre fue pobre, a su madre no le alcanzaba para mantener a cinco hijos, la paga por lavar ropa no es mucha. Una mañana, cuando aún era pequeño, su padre salió de casa a trabajar y no regresó nunca: se murió atropellado, “tal vez eso haya sido lo mejor, esa mierda solo le pegaba a mi vieja”. Se hizo solo, sus hermanos nunca entendieron al ‘afeminado’ de la familia, probablemente sea esa la razón por la que una tarde de hace ocho años se largó de casa sin derramar una sola lágrima, probablemente esa sea la misma razón por la que dice “no extrañar nada ni nadie de esa covacha de Ventanilla”.
Trabajó. En un almacén, como obrero, vendiendo cosas de casa en casa, vendiendo ropa en Gamarra. Se enamoró, convivió con un hombre durante más de un año, no quiere precisar los pormenores de ese romance frustrado
-Pero dime mínimamente por qué o cómo terminó…
-Terminó porque él era un miedoso, un hijito de papi con miedo de gritar la verdad…
La segunda noche fue menos hostil. Me trató amablemente y hasta me condujo a su cuarto de la Avenida Arica (a veces este mismo cuarto se los alquila a sus clientes, cuando estos tienen, o muy poca plata para pagar el cuarto del hotel, o mucha vergüenza de entrar con “ellas” al hostal), con la única condición de que comprara trago y que no tomara fotos.
-Así que estudias Periodismo...
-Bueno, algo así…
-Yo también quise estudiar Periodismo alguna vez…
-¿Ah si? ¿Cuándo fue eso?
-Hace tiempo… yo todavía estaba viviendo con el idiota ése… y bueno recuerdo que me entró el bichito de estudiar y de ser alguien más en la vida que un simple maricón vendedor de ropa en Gamarra…
- Ja… y ¿Por qué dejaste eso?
-Dinero pues querido, dinero…eso de estudiar cuesta y no podía trabajar y estudiar a la vez –bebe otro sorbo de cerveza, es la segunda botella- así que tuve que decidir y me dije a mí mismo: “Muñequita… o te sacas la mierda estudiando y trabajando a la vez, o te jodes solito…” y postulé.
-Ah... ¿entonces llegaste a dar el examen y todo?
-Sí… pero no ingresé, quedé muy lejos… y volverse a preparar de nuevo… no sé, me desanimé, a parte que el idiota ese ya se había ido… todo se me derrumbó.
Todo se le derrumbó, entonces empezó a beber y a frecuentar los bares, se gastaba el dinero que tenía en cigarrillos, trago y algún que otro alucinógeno que le permitiera olvidar su amor perdido, su frustración, su condena de vivir marginado.
Una noche, cuando ya estaba media ebria, un tipo que la andaba mirando desde hace un buen rato, se le acercó y le dijo “¿Cuánto cobras mamita…?”. Se quedó fría, sin saber qué decir, “En ese momento me dieron ganas de golpearlo, insultarlo, de matarlo… pero no sé por qué le dije que sí”. Cincuenta soles, fue todo lo que dijo. “Digamos que esa noche quería tirar con alguien, pero además de eso, quería tener dinero para seguir bebiendo a la noche siguiente”.
Así comenzó. Luego de ese primer cliente vinieron otros, la tarifa se redujo: “No sé por qué ese tío pagó tan caro, o debí haberle gustado mucho –me dice sonriente- o debió ser un gran huevón”. Su precio oficial es treinta soles.
-¿Por qué Paseo Colón?
-Ni siquiera yo misma lo sé… o bueno sí lo sé: al comienzo, cuando recién me iniciaba, estaba sola, sin ningún ‘papi’ que me cuide, entonces se me acercó Jaime y me propuso protección: de los tombos, de los choros, de las otras putas… él escogió Paseo Colón. Pero luego Jaime se convirtió en un abusivo y nos quitaba más plata de la que debía... así que todas las que le dábamos algo nos quitamos y lo mandamos a la mierda… quiso asustarnos con sus matones, pero no le hicimos caso. Ahora nos administramos solitas, no le damos nada a nadie y ya sabemos defendernos de los choros, los tombos y las otras…
-Entonces se puede decir que estás feliz con esta vida…
-No me jodas… esta es una vida de mierda, no se la recomiendo a nadie, pero qué vamos a hacer… seguir para delante no más, no hay de otras.
Sonríe. Esta es una risa irónica, de desilusión, probablemente el mismo gesto que la ha acompañado toda su vida. Esa incierta vida que acompaña a parias como ella.