Con la lluvia sobre la cabeza.

Hoy llueve en la ciudad.

Mientras las gotas van humedeciendo lentamente la camisa que lleva superpuesta, el joven en busca de Murakami pasea melancólicamente por las calles. Pero está feliz. A pesar de su ya acostumbrada y opresora melancolía, esta siempre le deja un pequeño espacio para sentirse feliz: la literatura.

Camina vacilante, oliendo los residuos de hierbas aromáticas-alucinantes que sus viejos conocidos del jirón usan ya sin pudor. Trata de encender un cigarrillo, pero el encendedor que escondía bajo el bolsillo de su camisa se ha humedecido: no funciona. Se queda con el cigarrillo entre los labios, oliendo y aspirando ese mentol áspero, al que ya se habituó, extraño. Tan extraño como la inesperada lluvia que remoja los deseos y las aspiraciones de toda la gente que sobrevive en la capital, tan extraña como la forma de compra-venta que se obtiene por un libro.

Ingresa al establecimiento y se sorprende por los precios impuestos –esto ya no debería sorprenderle-, reniega de su inestable condición económica, reniega aún más de que aquí se venda a precio tan elevado, lo que debería regalarse.

Las señoras dueñas y vendedoras, han empezado ya a tapar sus mercancías culturales: la lluvia ha empeorado y esta vez las gotas han tomado una forma más gruesa, cayendo en forma más rápida, insistentes, imperecederas en la noche. Las propietarias tapan el producto porque la lluvia cae sobre sus calaminas -que ha modo de techo, recubren el puesto vendedor-, filtrándose por los orificios del recinto.

La lluvia que se filtra por la calamina, le recuerdan los baldes que tenían que colocar para que el piso no se mojara, para que el escenarios estuviera seco y no se resbalaran, para que puedan ensayar. Se había hecho costumbre el que cada uno, a penas llegara, secaría con el trapeador el agua que se empozaba en el piso de su oasis. Allí no se sentía el frío, los constantes ejercicios físicos, la furia del ensayo, la vehemencia con que concatenaban la obra, hacia que olvidaran que afuera llovía a mares, que los baldes estaban a su lado, encima de la escena, en el baño, por todo el teatro; olvidaban que esos tiempos –y aún ahora- eran fríos.

-¿Nada menos señora?

Se niega a rebajar el precio, ella sabe que es la única que lo posee y que pase lo que pase, siempre vendrán a ella por el libro, por ese libro. Lo compra resignado, con odio, dándole en el gusto a la vendedora y a su precio exorbitante: disfruta mientras puedas, ya llegará el día en que no cobrarás tan caro por una necesidad humana.

Sigue lloviendo, un buen hombre que lo ve con el cigarrillo entre los labios, sin encender, le ofrece fuego. “Pobre de las señoritas que encantadas con el verano y su radiante y tiránico sol, salieron hoy con politos delicados, faldas reducidísimas… son las primeras a las que se les empapó la ropa”, le comenta el viejo al joven, este último sonríe y le transmite al viejo hombre su molestia por los precios tan elevados de las mercancías culturales. 

Se despiden, después de hablar cerca de media hora han quedado en encontrarse nuevamente por ese jirón, por esa ciudad; total, ambos son dos resignados que buscan no estar solos en su resignación.

Camina nuevamente, enciende otro cigarrillo con el que ya se está acabando, una señorita le sonríe y él a ella, pero cuando está a punto de acercarse, ciertas fábulas, frases y promesas de sinceridad le obligan a  retroceder en su intento: es mejor así.

Con su camisa ya mojada, el joven disfruta de esta lluvia inesperada, irónica, fuerte, que en pleno verano ha sorprendido a quienes sobrevivimos en esta ciudad.

Él se siente feliz, no sabe por qué.

3 comentarios:

Cesar Antonio Chumbiauca dijo...

Eso sí. Devorar libros es una necesidad voraz, como la de un leon detras de su presa.

MoiZés AZÄÑA dijo...

Ahí está Dios: riega su tristeza desde el porongo de estrellas.

Gabriela dijo...

¿Strange men? ¿Un nuevo súper héroe de los soliloquios?
No me hagas caso... En todo caso, yo sería un ser que tendrías que salvar de esos villanos en exceso, sociables, que aparentan un encanto interesante. Al menos ahora tengo una felina y con ella me justifico de mis conversaciones a solas.

"Hoy llueve en la ciudad. Él se siente feliz, no sabe por qué."
Queda bien ¿no? Je.
La unión de los extremos me resulta acogedor.

Saludos, hombre extraño.

Atte.
Mía.